nadie coge, todos miran

¿Qué nos pasa al ser vividos a través de Internet? La escritora Lucila Grossman se remonta a su lactancia digital y nos lleva por un camino de hienas asesinas y criptoarte.

Cuando teníamos alrededor de catorce años repetíamos con una amiga un dicho que en nuestro imaginario resumía de algún modo la lógica de lo que creíamos era la vida en ese momento. No sé de dónde lo habíamos sacado, pero era realmente desagradable. El dicho decía “así es la vida: unxs cogen, otrxs miran”. Lo traíamos a nuestras conversaciones, en general, para burlarnos de nosotras mismas, aunque con la implícita y placentera impunidad de quien se sabe cogedor, no observador. También con la inocencia adolescente de alguien que no sabe que, tras ese dicho, repite y reproduce la fórmula por excelencia del capitalismo.

Desde que ingresé en el universo Internet, cuando para conectarte a la red tenías que inhabilitar el teléfono de tu casa, conectar y desconectar cables, y esperar que se callase el ruido –música de espera en cortocircuito– que simbolizaba tu entrada a una dimensión todavía precaria pero fantástica, mi pasatiempo favorito era entrar a YouTube, a foros, a páginas de chat y buscar joyas perdidas que después les mostraba a mis amigxs como trofeos personales. Después, cuando Instagram apareció en mi vida, a fines de 2017, y cuando las redes sociales se transformaron en mi medio de trabajo, mi rol en Internet pasó de investigadora entusiasta, activa, deseante, a espectadora resentida y un poco preocupada.

Ahora diría que más que nada hago la plancha, me dejo llevar.

Y creo entender que en Internet se reproduce, como en la vida, la fórmula “unos cogen, otros miran”. Pero la diferencia es que en Internet nadie coge: todos miran. O será que algunos cogen o muestran que cogen (ya sabemos que esto es lo importante acá) y esta vez, por problemas de adaptación en términos casi darwinianos me tocó ser del equipo que observa.

Siguiendo esta lógica me abandono a mi rol, apago mi cerebro y dejo que el algoritmo me haga bucear, dejo que el algoritmo me bucee. Me voy convenciendo de que las joyas de Internet, al menos en la acepción más inocente y a la vez compleja, como yo las entendía, son parte del pasado. Todo está a la vista. Todo está curado. Entonces decido hacerme un usuario de Tik tok. Me pongo cómoda sobre el sillón. Paso cuarenta minutos viendo videos de una oveja famosa que se llama Oscar, o coreografías, “memes” audiovisuales, recetas, mensajes de gente que no conozco a sus exs, uno tras otro, hechos con los mismos 15 segundos de un fragmento de una canción que dice:

“Comenzamo’ a entona’ y se me calienta el pico

Vamo’ encapsulado al party, a ciento y pico

Dame más pa’ picar, perro, que yo lo pico

Y pa’ la’ mujere’ bien chorra, ese bien rapidito.

Y le hago que mueva cintura, agarrada de la cadera

Pa’ meterle con locura, yo traje la verdadera. (…)”

Una y otra vez.

Tik Tok suspende mi tiempo muerto, me corta el mambo, aparece una chica rubia de ojos claros, hiperhegemónica, con la piel tersa y brillante, casi como si fuera un ciberrobot modelado a imagen y semejanza del ideal estético del patriarcado, como la ya conocida @lilmiquela y todo su grupo de robot-amigxs, que me dice:

“Espera un minuto. Ya basta de scrollear ¿Cuándo fue la última vez que saliste a la calle?”.

Salgo a la calle. Me duelen los ojos. Algo así debe sentir un vampiro cuando se hace de día. Internet me hace sentir vieja y solo tengo veintiocho años. Cada vez tengo la sensación más fuerte de que hablar de Internet, teorizar sobre ella, es imposible. Creés que hablás de ella pero solo das patadas en el aire. Ella habla de vos. Todo el tiempo.

“Lo maté porque era entre él o yo, cualquier animal haría lo mismo”. (Pity Álvarez)

Me hice adicta a una página de Instagram que se llama @natureismetal. Básicamente sube fotos y videos de animales salvajes comiéndose a otros animales salvajes. Me detengo en un video de un grupo de hienas que corren y acorralan a un mono. Las hienas son casi rubias y tienen manchas marrones oscuro, casi negras, en todo el cuerpo. Parecen de la misma familia. La víctima parece joven, pero cómo puedo saberlo yo que no tengo la más mínima idea de lo que es la naturaleza. El mono corre casi de compromiso. A las hienas no les cuesta nada atraparlo. Una de ellas se devora al monito mientras las otras hacen una ronda alrededor. Pienso en el instinto depredador, en la violencia de comerse otro ser vivo. ¿Esto es lo que había que evitar? ¿Lo que teníamos que reformular como sociedad de seres humanos, pensantes? ¿Podíamos evitarlo? También, porque es mi tema recurrente, pienso en la relación del par literatura-redes sociales. Vuelvo a la fórmula de la adolescencia “unos cogen, otros miran”: “unos comen, otros son comidos”.

Cada vez tengo la sensación más fuerte de que hablar de Internet, teorizar sobre ella, es imposible. Creés que hablás de ella pero solo das patadas en el aire. Ella habla de vos. Todo el tiempo.

quisiera ser escritora pero solo soy una criptopunk

En general, cómo bien sabe el Dios-algoritmo, todos queremos escuchar lo que ya sabemos, queremos ver cosas con las que estamos de acuerdo, cosas que confirmen nuestros cada vez más maleables valores y criterios de verdad. A mí, ya hace un tiempo, como buena espectadora resentida, me gusta ver cosas que confirmen mis teorías paranoicas (la paranoia es una forma de verdad), apocalípticas y degeneradas (¿género? ¿no había cerrado ese antro?) de Internet. Cierta sobreexcitación al confi rmar una vez más que sí, que todo el maldito sistema está mal.

Me obligo a volver a representar mi papel original, el de investigadora entusiasta. Empiezo a buscar entonces y buscando descubro otra subcategoría dentro de la ahora resignificada categoría “Joyas de Internet” que podría llamarse así “Todo el maldito sistema está mal. Pero qué graciosa esta manera de estar mal.”

Entro, tímida, en el mundo del Cripto Arte y sus derivados. Busco su origen. Para hablar bien y en detalle sobre todo este universo habría que escribir páginas y páginas pero para simplificar podría decir que el Cripto Arte es un mercado de galerías virtuales que se manejan por medio de criptomoneda –Bitcoin, Ethereum, entre otras– en el cual coleccionistas de todo el mundo compran obras –que pueden ser desde gifs del Pato Donald diciendo “Hi fellas”, hasta modelados 3D de mega calidad tanto artística como técnica– y apuestan, como si se tratara de caballos, a que eso que compraron –un archivo JPG o MP4 en la mayoría de los casos– se valorice para después venderlo y, así, hacer girar la rueda. Encuentro algo que se llama Criptopunks. Los Criptopunks son diez mil personajes coleccionables creados por una empresa que se llama Larva Labs. Cada uno de ellos es único y lo más importante es que está tokenizado, es decir, tiene una prueba de propiedad que está almacenada en la cadena de bloques Ethereum. En su propia página web, los creadores de Criptopunks, se autodenominan como “el proyecto que inspiró el movimiento Crypto Art moderno”.

En 2017, cuando fueron creados, cualquiera que tuviera una billetera Ethereum podía tener uno gratis, pero lo que pasó es que los diez mil fueron “comprados” en tiempo récord. Ahora, para tener uno, lo que hay que hacer es comprárselo a alguien. Un Criptopunk puede salir más de 20 ETH. Al día de hoy un ETH vale U$S 1816 dólares y a cada minuto sigue subiendo. Hi, fellas, saquen sus propias cuentas.

Definitivamente los Criptopunks como origen de algo entran dentro de la subcategoría “Qué graciosa esta manera de estar mal”. Son un chiste a la historia muy bien pensado. Y aparecen, de nuevo, las hienas comiéndose a ese mono bebé.

Se me ocurre, después de un primer momento de fascinación, algo así como que la literatura es importante en un mundo donde un “punk” coleccionable hecho de 24×24 píxeles puede valer más dinero que lo que un empleado promedio gana en dos o tres años de trabajo. Si bien, como ya sabemos, no hace la revolución, la literatura puede, solo si así lo desea, y cada vez lo desea menos, mostrar o sugerir cuáles son las cadenas.

La literatura es importante, sí. El problema es que no sé si quedará alguien ahí para confirmar que existe.