la inteligencia de los cobardes

Un bebé de nueve meses es secuestrado junto a otros ocho niñes en diciembre de 1975. Son los familiares del guerrillero más buscado de la Argentina. Un oficial de inteligencia del Batallón 601 interroga a las criaturas y luego las libera. Mucho tiempo después el espía habla desde la tapa de una revista: se presenta como “el salvador”. El bebé ahora adulto tiene muchas preguntas sin responder y se contacta con el interrogador. La vieja rivalidad resurge, pero ahora por otros medios.

Sólo las víctimas pueden describir las torturas, los verdugos emplean necesariamente el lenguaje hipócrita del orden y el poder establecidos.

Gilles Deleuze, Sacher-Masoch y Sade.

 

Hace unos años alguien me espetó una de esas verdades que aturden: “no se puede ganar en los Tribunales, la batalla que se perdió en la Historia”. Se refería a los juicios contra los responsables de la salvaje cacería desplegada por el Estado argentino durante la última dictadura militar. Como toda sentencia con cierto grado de verdad, posee varias acepciones. La más obvia consiste en señalar que la condena a un puñado de genocidas, conquista encomiable si las hay, no modifica el fondo de la cuestión: la derrota sufrida por el sueño revolucionario sigue intacta.

El pasado viernes 12 de febrero declaré por primera vez en una causa donde se juzgan delitos de Lesa Humanidad. El acusado se llama Carlos Españadero y fue un destacado oficial de inteligencia del Batallón 601, órgano que llegó a ser el cerebro de la represión y la garantía de su eficacia. Uno de los hechos que se le imputan aconteció el 9 de diciembre de 1975 en la casa donde vivía mi tía Ofelia Paz con sus cuatro hijas –María, Susana, Silvia y Emilia–, la mayor tenía quince años. En el operativo también fue capturado Esteban Abdón, quien cumplía ese día cinco y lo estábamos festejando. El lote de secuestrados incluyó a mis tres hermanas –Ana, Marcela y Gabriela– y a mí mismo, que por ese entonces apenas tenía nueve meses de nacido.

Mientras preparaba estos apuntes para ordenar la exposición judicial, varias personas cercanas afectiva y políticamente preguntaron con insistencia cómo me sentía. Y a medida que se acercaba el día de declarar me ponían –como suele decirse– “entre algodones”. Estaba en juego, al parecer, algo del orden de “la sanación”. Como si en el acto de brindar testimonio pudiera redimir cierta pena. Sin embargo, más que “una reparación” o “un duelo” lo que experimenté fue un reavivamiento del viejo combate –ahora por otros medios.

Mientras preparaba estos apuntes varias personas cercanas preguntaron con insistencia cómo me sentía. Y a medida que se acercaba el día de declarar me ponían “entre algodones”. Como si en el acto de brindar testimonio pudiera redimir cierta pena. Pero más que “una reparación” lo que experimenté fue un reavivamiento del viejo combate –ahora por otros medios.

salvador o válvula de escape

La primera vez que supe de Carlos Españadero fue en julio de 1999. Recuerdo su cara en la portada de un número de la revista Trespuntos, cuyo título reza “Habla un interrogador del Proceso”. En uno de los subtítulos se lee la siguiente frase: “Yo salvé a los hijos de Santucho”. Allí explica que, gracias a su iniciativa de elevar al Estado Mayor del Ejército la propuesta de liberarnos, el jefe del Batallón 601, Alberto Valín Molina, le había ordenado en aquel diciembre de 1975 que se deshiciera de nosotros: “Agarre el coche, sáquelo a los pibes y yo que sé, haga lo que quiera”.

El mensaje, para resumirlo, sería: si estamos vivos, es gracias a su diligencia. La moraleja: deberíamos agradecerle el gesto.

Pero, ¿cómo construye el oficial de inteligencia esta versión? A un dato que sabemos cierto, le agrega una información incomprobable. Ni falsa ni verdadera, sino insondable.

Nosotros podemos acreditar que, luego de haber pasado la noche del 9 de diciembre en el Centro Clandestino de Detención Puente 12 –con un entorno de torturas, ladridos de perros, agresiones sexuales– y tres días en los calabozos de la Comisaría de Quilmes, el mayor Peirano, tal su nombre de guerra, nos dejó en un hotel del barrio porteño de Flores, el 13 de diciembre de 1975. Todo parece indicar que el Ejército había decidido liberarnos y no utilizarnos como señuelos, ya que quienes fueron a recogernos ese día no sufrieron represalias.

Ahora bien, hay otra hipótesis –bastante más verosímil– que rebate a Españadero. Según Ricardo Ragendorfer en su libro Los Doblados, un cable de la agencia española EFE dio a conocer públicamente el secuestro. La noticia fue replicada el 12 de diciembre por la norteamericana AP, la francesa AFP, también por Prensa Latina, tal y como indica el diario mexicano Excelsior en su edición del sábado 13 de diciembre de 1975. Los titulares en tono escándalo (“Nueve niños detenidos en Argentina en acciones antisubversivas”) pusieron a los militares en un aprieto, teniendo en cuenta que se estaban preparando para dar el golpe de estado y aún debían guardar ciertas formas. La fecha en que la denuncia escaló a nivel internacional, coincide con el momento de nuestra liberación.

En esta secuencia Españadero fue apenas el ejecutante de una solución improvisada para zafar. La pregunta sería, entonces: ¿por qué queda él a cargo de resolver nuestra manumisión? ¿Tal vez porque tenía más corazón que los demás militares? ¿O porque le correspondía orgánica e institucionalmente cumplimentar esa tarea operativa?

si es bayer es bueno

Investigar es preguntar. ¿Por qué Españadero concedió aquella entrevista en Trespuntos? ¿Qué necesidad tenía de dar la cara y exponerse, luego de tantos años en las sombras? La respuesta, esta vez, está al alcance de la mano: el oficial de inteligencia había sido descubierto ese mismo año, el último del siglo veinte.

Me explico: desde bien temprano los organismos de derechos humanos escucharon hablar de un mayor del Ejército cuyo nombre de guerra era Peirano, o también Peña. Distintos sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención lo mencionan, entre ellos mi tía, mis primas y mis hermanas. Pero fue recién en marzo de 1999 cuando Peirano o Peña pasó a ser Carlos Españadero.

La punta del ovillo que permitió a los organismos de derechos humanos llegar a Españadero fue un tétrico a aire en la embajada alemana. Cuenta Osvaldo Bayer que, a diferencia de otras potencias como la propia Estados Unidos, la diplomacia germana en Buenos Aires no movió un dedo para proteger al medio centenar de desaparecidos de esa nacionalidad. Más bien todo lo contrario. Pero ante la creciente presión de los familiares, el Ejército ofreció a un interlocutor para recepcionar los reclamos y canalizarlos. Así fue como el mayor Peirano atendió en el Consulado, entrevistó a quienes buscaban a sus seres queridos, aunque no resolvió un solo caso.

Bayer conoció al padre de Elizabeth Käsemann, joven socióloga secuestrada en mayo de 1977. Ernst Käsemann era el más famoso teólogo luterano de Alemania y vino a la Argentina para tratar de rescatarla. Peirano le pidió 26.000 dólares a cambio del cadáver de su hija. Él los pagó. Y estaba tan avergonzado, que nunca quiso denunciarlo. Murió en febrero de 1998.

El punto de inflexión para Españadero es el 6 de enero de 1999. Ese día la Cancillería teutona reconoce oficialmente la labor del espía Peirano en su sede porteña, presionada por los incesantes reclamos de la Coalición contra la Impunidad en Argentina. La noticia se conoce públicamente en febrero. El 7 de marzo Página 12 publica un artículo que inicia con esta frase: “El mayor Peirano tiene nombre y apellido. Se llama Carlos Antonio Españadero”.

Solo entonces el oficial de inteligencia toma la palabra. Su intención era salvarse.

el goce de la penetración

La segunda aparición pública de Españadero fue en 2005. Decide brindarle una entrevista a Ricardo Ragendorfer y se reúnen varias veces entre mayo y junio de aquel año. La primera versión del reportaje aparece en la revista Caras y Caretas, pero una década más tarde se publica el libro Los Doblados. Las infiltraciones del Batallón 601 en la guerrilla argentina. El periodista hace foco en la temática de los “topos” o “filtros” porque, según se vanagloria el oficial de inteligencia, ese habría sido su aporte principal en la aniquilación del enemigo.

Españadero reconoce como obra propia la penetración de dos infiltrados en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP): Rafael el Oso Ranier y Miguel Ángel Lasser –alias Facundo. El primero fue artífice de la seguidilla de secuestros que, en diciembre de 1975, derivaron en la catástrofe de Monte Chingolo. El segundo entregó, a finales de 1976, al guerrillero Julio Ricardo Abad, alias Armando, protagonista del libro Bombo, el reaparecido —que publiqué en 2019. Tanto el Oso como Facundo fueron descubiertos por los partisanos y fusilados por traidores.

Pero en un artículo titulado “Monte Chingolo, el ataque terrorista más grande del ERP en Argentina”, publicado a comienzos de 2020, Españadero revela un dato desconocido: “En oportunidad de Monte Chingolo, el PRT–ERP estaba infiltrado por más de 3 personas que se desconocían entre sí”. O sea, que hubo al menos dos “topos” más a su cargo.

Ahora bien, Españadero asegura que su rol en el aparato del espionaje militar era solo analítico. Y que él preparaba a los infiltrados, los adiestraba y ponía a punto, pero una vez hecha la penetración, nunca más sabía de ellos. El argumento es clave para eludir a la justicia, porque de esa manera deslinda cualquier participación directa en la faz operativa de la represión. A mí me da la impresión de que miente y trataré de demostrarlo lógicamente.

Sabemos que la inteligencia fue el arma decisiva de la dictadura en su guerra contra los sectores rebeldes del pueblo. Según la Directiva 211 de octubre de 1975 firmada por Jorge Rafael Videla, la “Jefatura II de Inteligencia” del Ejército “conducirá con responsabilidad primaria el esfuerzo de la Comunidad de Inteligencia Nacional en la lucha contra la subversión”. También sabemos que, dentro de la estructura castrense, fue el “Batallón 601” quien se encargó de coordinar toda la labor del espionaje, pues como explica el documento secreto antes mencionado: “Toda información que se obtenga y refiera a la subversión, cualquiera sea su volumen o pertinencia, deberá ser transmitida con la mayor prontitud a través del personal agregado o por el canal técnico al Batallón 601”. Y hay algo más: quince días antes de nuestro secuestro, el 24 de noviembre de 1975, al interior del “Batallón” se creó un organismo especialmente diseñado para la tarea contrainsurgente que dio en llamarse “Central de Reunión”, en donde confluyeron delegados de todas las fuerzas armadas y de seguridad del país, bajo la coordinación del Ejército.

Pues bien, el cargo que desempeñó el mayor Peirano fue la jefatura de la sección “Situación General” de la “Central de Reunión” del “Batallón 601”. Podemos concluir entonces que Españadero ocupó un importante lugar de conducción en el organigrama del terror y llegó a ser parte de la elite represiva –o como se diría ahora, personal esencial.

Pequeño paréntesis. Si tuvo tanto protagonismo y fue tan eficaz: ¿por qué apenas alcanzó el grado de mayor del Ejército? ¿Por qué no fue promovido a capitán, coronel, teniente coronel o general? La explicación resulta sorprendente: sucede que Españadero había renunciado a la carrera militar en octubre de 1970, a los 39 años, luego de divorciarse de su primera mujer. Poco antes, según su propio relato, el general Onganía había propuesto que quienes no pudieran construir una familia ejemplar no debían ascender en la jerarquía castrense. Españadero se tomó al pie de la letra el deseo del máximo jerarca y, para sorpresa de sus superiores, solicitó la baja. Sin embargo, al mes siguiente –noviembre de 1970– fue recontratado como Personal Civil de Inteligencia (PCI). Debe haber sido un oficial con aptitudes.

Llegados a este punto se terminan las certezas y hay que proseguir la exploración a través de un manto de opacidad, ya que nadie ha podido descular cómo era la composición de la Central de Reunión. Los archivos oficiales de las Fuerzas Armadas escatiman y enmascaran la información sobre esa sala de máquinas represiva, en la que funcionaron cinco Grupos de Tareas (GT) encargados de la operación en tiempo real.

Por suerte (y por desgracia) los militares argentinos reportaban con prolijidad a las autoridades norteamericanas. Un informe de la Central Intelligence Agency (CIA) elaborado el 19 de noviembre de 1976, y desclasificado hace poco, específica que el GT1 se encargaba de perseguir al ERP, tenía su sede en el edificio del Batallón 601 ubicado en Callao y Viamonte, contaba con un oficial retirado como jefe y 69 agentes asignados. Además se dividía en nueve secciones abocadas a distintas especialidades, entre ellas “la conducción nacional del PRT”, “los aspectos internacionales del ERP”, “las regionales”, “la Juventud Guevarista”, y así.

Otro documento desclasificado en el año 2017 por la Freedom of Information Act (FOIA), que es la Ley de Acceso a la Información de Estados Unidos, contiene un “Memorandum of Conversation” redactado el 7 de agosto de 1979 por el entonces consejero político de la embajada yanqui en Buenos Aires, William Hallman, a partir de una reunión con el agente Jorge Contreras, nombre de guerra de Julio Alberto Cirino, también PCI del Batallón 601. Contreras cuenta que, además de los Grupos de Tarea, existía en la Central de Reunión una unidad de Situación General dividida en dos subsecciones, una de las cuales había sido denominada “análisis trotskista” y estaba a cargo del “Coronel Peña”. Pero lo más interesante del testimonio del espía son sus impresiones subjetivas, que cito textual: “Dijo que una nueva idea de la organización de ‘Reunión Central’ era que las funciones de recopilación de inteligencia y analíticas debían ser quitadas de las unidades de operación. Un problema central en tratar de controlar la campaña antisubversiva era el hecho de que la persona que recibía la inteligencia acerca de supuestas actividades subversivas era la misma que tenía la responsabilidad de realizar las detenciones, conducir los interrogatorios, etc.”

Queda clarísimo que, entre 1975 y 1979, la inteligencia militar encargada de destruir al movimiento revolucionario entremezcló y confundió en un solo puño las tareas de reunión, análisis y la actividad operativa. Españadero se sumergió sin dudarlo en esa ciénaga contrainsurgente.

un interrogador detrás del biombo

En el origen de los organismos de derechos humanos hubo un debate entre quienes proponían reivindicar colectivamente la lucha revolucionaria y aquellos que ponían foco en las historias individuales de los desaparecidos. Siempre pensé que era preciso avanzar en ambas direcciones, sin contraponerlas. Hoy percibo un dilema similar cuando se trata de indagar en las razones y los métodos del enemigo. En este punto todo el énfasis ha sido puesto en develar las articulaciones del “plan sistemático” organizado desde el Estado, tarea sin dudas fundamental. Sin embargo, hay biografías y trayectorias individuales que podrían ampliar nuestro conocimiento del campo de batalla. Creo que Carlos Españadero es uno.

Así que un buen día me propuse contactarlo. Y luego de varias idas y venidas, comenzamos una conversación epistolar que incluyó a mi prima María Santucho, la mayor de las criaturas secuestradas aquel 9 de diciembre de 1975. Durante el nutrido intercambio de mensajes que duró casi todo el año 2017, Españadero demostró maestría para conducir el diálogo a través de los carriles por él elegidos. Y un cuidado obsesivo por deslindar cualquier aparición inconveniente durante el episodio de nuestro secuestro. En especial cuando María le transmitió su recuerdo sobre el interrogatorio que el mayor Peirano le realizara en el Centro Clandestino de Detención Puente 12. La escena descripta por ella concuerda con la relatada por mi tía Ofelia Paz, mi hermana Ana, y por otra de mis primas capturadas. Las cuatro coinciden en algo: en algún momento de aquella noche tétrica fueron llevadas a una habitación alfombrada, donde el oficial de inteligencia les preguntó con cordialidad e insistencia dónde podía estar Mario Roberto Santucho, mi viejo, principal dirigente de la organización guerrillera. Los modales de esta interpelación contrastaban con el empleado por el resto de los carceleros del CCD, que se comunicaban a través de gritos, trompadas y vejaciones. Por eso un argumento para intentar convencerlas consistió en explicarles que si se dignaban a colaborar, nada iba a pasarles “allí afuera”.

Ahora bien, si volvemos al reportaje de Trespuntos encontramos la siguiente aseveración: “Dentro de un Centro de Detención yo estaba ubicado detrás de un tabique y ahí me traían al detenido que debía interrogar. Yo lo recibía en una especie de vestíbulo y ahí tenía que trabajar con el tipo”. ¿Por qué Españadero admite en 1999 lo que en 2017 niega de manera puntillosa? Todo parece indicar que por ese entonces su interés se limitaba a quedar exento de toda sospecha de tortura. Al avanzar las causas judiciales su campo de admisión se fue estrechando y ya no podía permitirse siquiera haber pisado un CCD. Así su narrativa se torna más y más mezquina.

No habría que achacar esta ostensible manipulación del discurso por parte de Españadero solo al avance implacable de la justicia. Hay mañas que, estimo, son propias del oficio. En la entrevista de 1999 dice textualmente: “en 1980 renuncié en desacuerdo con la metodología y señalando que en ese momento la guerra había terminado”. Durante nuestro intercambio electrónico repitió la misma tesis en varias ocasiones. Sin embargo, diez años más tarde en su libro La tragedia terrorista argentina (1965- 1983). Tomo 1, Españadero cuenta otra versión: “Dado que en 1980 escribí dos trabajos titulados, ‘Experiencias y enseñanzas de los ataques a cuarteles’ y ‘Experiencias y enseñanzas de los homicidios cometidos por los terroristas’, volcaré parte de él en esta obra, dado que como consecuencia de estos, me invitaron a renunciar al contrato que tenía y nunca he escuchado que hubiera sido publicado dentro del Ejército”. Primero dice que renuncia al Batallón 601. Y después admite que lo rajan.

los libros de la guerra

Durante los últimos años Carlos Españadero escribió cuatro libros. El objetivo es definir quiénes fueron sus enemigos, primero teóricamente y luego a través de una arqueología del fenómeno guerrillero en la Argentina. El oficial de inteligencia sostiene la tesis de que en nuestro país tuvo lugar una “guerra civil” o “guerra interna”, aunque técnicamente prefiera denominarlo “conflicto armado no internacional”.

El problema del terrorismo, publicado en 2009, vincula a los movimientos revolucionarios del siglo veinte con los grupos islámicos del siglo veintiuno. Un desplazamiento semántico muy empleado por las usinas bélicas norteamericanas para justificar la guerra contemporánea.

Pero es en 2016 cuando aparece la primera parte de una obra monumental, cuyo título será La tragedia terrorista en Argentina (1965-1983). En el primer tomo Españadero se ocupa de los “antecedentes” y despliega un análisis de la revolución cubana que llega a niveles de precisión y detalle impactantes. También disecciona la teoría marxista (“el problema no es el pensamiento expresado por Marx en su momento, sino el expresado por los que intervinieron afirmando que eran marxistas”), describe con lujo de detalles lo sucedido con el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) en Salta, y anticipa el Plan General de la Obra: un total de seis volúmenes, de los que a día de hoy entregó la mitad.

Solo los tres tomos ya aparecidos en Internet contienen 1500 páginas. El segundo se ocupa de la Resistencia Peronista y el autor señala la responsabilidad de los sectores antipopulares de las Fuerzas Armadas en el posterior devenir violento. La narración progresa entre los años 1955 y 1960 como una cronología lineal, casi periodística por momentos, donde introduce de modo torpe comentarios y opiniones.

Así llegamos al tercer –y por ahora último– volumen, donde Españadero pasa revista a los gobiernos de Frondizi e Illia, se detiene en los gérmenes de las expresiones guerrilleras que van a ser consideradas sus enemigos y desmenuza, por ejemplo, las internas entre mi tío Francisco René, el indigenista, y mi papá Mario Roberto, el leninista.

En fin, lo importante es que el experimentado oficial de inteligencia ubica el inicio de la “guerra interna” en Argentina, la que va a justificar el terrorismo de estado, en una fecha puntual, casi con exactitud horaria: el 25 de mayo de 1965. ¿Por qué tanta precisión? Porque ese día se fundó el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en la sede del Sindicato de Trabajadores Perfumistas de la localidad de Avellaneda, zona sur del conurbano bonaerense. Entiéndase bien: Españadero no ubica el comienzo de las hostilidades en julio de 1970, que es cuando tiene lugar la creación del ERP, a partir de la decisión de los militantes de tomar las armas. En su revisión de la historia el punto de inflexión está en el momento mismo en que apareció una voluntad colectiva organizada, un partido político.

Esto quiere decir que el verdadero enemigo no fue la lucha armada, sino todo aquel que se organizara para imaginar un sistema distinto al capitalismo. Más que derrotar a un contendiente, se trataba de aniquilar una específica constelación de ideas y deseos.

Lo que está en juego no es el viejo asunto de la confesión: no hay culpa que expiar, ni el problema es gestionar el remordimiento. De lo que se trata es de inscribir en la propia biografía, la verdad histórica de una lucha que prosigue, aunque en estado latente.

ni el recuerdo lo puede salvar

Carlos Españadero hace un enorme esfuerzo por redimirse. Necesita encontrar paz para su conciencia. Pero no puede.

Primero intentó olvidar las máscaras que utilizó en el momento cumbre de su vida. Deshacerse de sus alias como quien cuelga los botines. Hasta que veinte años más tarde, cuando creía que aquellos disfraces habían desaparecido sin dejar rastros en lo más recóndito del arcón de los recuerdos, aparecieron en la superficie como trapitos al sol. Hay culpables: quienes hurgan en el barro y las cenizas en busca de justicia. Los mismo enemigos de antes, ahora trasvestidos.

Entonces Españadero apeló a su viejo oficio, recobró las artes de la inteligencia y comenzó a adulterar información, con el objetivo de limpiar de culpas a Peirano y a Peña. Pero un segundo motivo se interpone entre él y la salvación: el pacto de silencio. Una especie de componenda secreta, que no se atreve a transgredir. Nadie lo obliga ya, no existe una jerarquía que le imponga cargar con semejante lastre, que sin embargo lo hunde.

Sospecho que es una especie de vergüenza interior, o de dogma inamovible, que le impide decir la verdad y morir en paz. Quizás, lo que Rita Segato dice sobre el pacto de masculinidad que hermana a los femicidas, sirva para entender este otro tipo de contrato: el de los genocidas. No se pueden imaginar fuera de ese lugar de poder. Si se corren de la identidad que les dio consistencia, se destruyen por dentro.

Una última apostilla: lo que está en juego aquí no es el viejo asunto de la confesión; no hay culpa que expiar, ni el problema radica en cómo gestionar el remordimiento. De lo que se trata es de inscribir, en la propia biografía, la verdad histórica de una lucha que prosigue, aunque en estado latente.

La mayoría de los genocidas cierran el pico. Se hacen los boludos. Mueren en el ostracismo. Españadero es distinto, porque no puede parar de hablar. Y sin embargo, él también hace silencio. Un silencio muy cobarde.