y sin embargo se mueven

No serán expertos en Big Data ni discípulos de Durán Barba, pero captan las inflexiones más sutiles, los quiebres menos pronunciados, las esperanzas más invisibles del soberano. No serán brokers de riesgo, pero su negocio crece cuando el mercado flaquea y su vida depende de su capacidad de leer los ciclos económicos. Tampoco serán performers de vanguardia, pero sus intervenciones e instalaciones les permiten ganarse el pan. Aun cuando los viejos códigos se rompen, los vendedores ambulantes del tren sobreviven en su ley.

M iércoles al mediodía, el sol pega fuerte y aplasta el día laboral hasta dejarlo casi inmovilizado, mientras esperamos las bondiolas y el choripan con una Brahma fría en una parrillita al paso. La afonía de “Cachi” obligó a postergar la entrevista varias veces. Los años de respirar el hollín de diesel que seca la garganta y la necesidad de gritar para hacerse escuchar entre el ruido ambiente, le dañaron la garganta al punto de tener que operarse de un quiste hace unos meses. Con la reciente electrificación del trayecto Constitución-Berazategui de uno de los ramales del Roca que llega a La Plata, el aire acondicionado que equipa los coches terminó de matarle la voz. Efectos colaterales —y corporales— del progreso. Pero al daño en su herramienta de laburo, le suma el fastidio por la mutación sensible que de manera silenciosa también observa en la comodidad de los nuevos trenes: “te digo que desde que están estos trenes la gente no te da bolilla. Se piensan que están en los Países Bajos”. Escapes imaginarios que no duran mucho, porque el ajuste macrista corta el mambo y opera como un sopapo de realidad que empuja a la más fea de las tomas de conciencia de clase: estamos en Argentina y el derecho a la indiferencia es propiedad subjetiva de los ricos.

microsociología de bolsillo 

Cachi es una mezcla de Roly Serrano —en su versión más delgada— y Cacho Castaña. Con su voz cavernosa desliza chistes, anécdotas con fechas exactas, berretines y yeites en los que se puede revisar una enciclopedia de lunfardo que acumula tres décadas, desde sus comienzos como canillita en el barrio de La Boca hasta su actualidad de vendedor ambulante en el Roca. “Hace 24 años que vendo”, dice orgulloso. “También soy bailarín de tango, por eso me conoce mucha gente también. Ojo eh, acá hay varios que trabajan de otra cosa también. Tenemos un bombero que vende, uno que se está por recibir de boga…acá hay de todo”.

Los vendedores del ferrocarril se ejercitan en las artes de captar los último momento de las oscilaciones anímicas y económicas de la sociedad. Microsociología que activan en simultáneo al ofrecimiento de tres paquetes de galletitas María de Arcor a quince pesos (“más barato que en los chinos, les digo a los viejos”), o dos chocolates “de marca” a cincuenta pesos, o helados de tacita, o los clásicos alfajores Nevares, o Fantoche, o un par de medias, o envoltorios plásticos para la Sube. Mientras caminan el vagón perciben el revoleo de miradas hacia las mercaderías, los movimientos de las manos en los bolsillos, el nivel de irritabilidad ante el roce de los cuerpos, o los cambios de época más profundos: desde los trenes en los que los pasajeros jugaban a las cartas o se colgaban a conversar entre desconocidos, a las miradas perdidas en las pantallas de los celulares y los rostros angustiados y cansados de los laburantes; o las transformaciones en las variables sociodemográficas, “es infernal la cantidad de mujeres que viajan hoy en día. Terrible. Trabajan más. Y son las que más compran. Junto con los choborras, claro”. Le preguntamos si bajaron las ventas y nos responde con un recuerdo dorado de los años 2001 y 2002, “esa fue una de las temporadas que más plata hice. Venían los piqueteros y te compraban de todo”. Al igual que en las ferias y los mercados populares, los índices de venta se mantienen o aumentan ante las crisis (el vagón reemplaza al kiosko; la feria, al shopping). Cachi cierra su análisis de mercado introduciendo una variable geográfica y cultural: “el argentino es mano suelta, es más mano suelta que todos, tiene diez y gasta veinte. Los bolivianos y los paraguayos no te gastan nada, son bolsillo cosido”. 

encantador de dientes

Lleva marca y lleva calidad, dice el eslogan clásico del vendedor ambulante. Pero en un mercado de alta competitividad como el del tren, donde por día suben —solamente a la línea Roca— alrededor de mil quinientos vendedores (unos trescientos en el ramal Quilmes) hay que saber gestionar las distintas variables microeconómicas: dinero disponible para arrancar el día y comprar mercadería, cuidar algo de lo ganado —de lo que no va a parar a “los hijos, el alquiler, las mujeres, la cancha, la joda y el escolazo” — para regresar a comprar al otro día “productos baratos y en cantidad”, animarse a pequeñas inversiones —“a veces cobro una plata y compro quince bultos de mercadería para tener”— y al mismo tiempo tratar de diversificar la oferta.

Pero más acá de estos pequeños cálculos cotidianos, la vieja escuela no se aparta de un antiguo axioma del negocio; la seducción —o la prepotencia— está más del lado del vendedor que de la mercancía vendida, importa más el cómo que el qué ofrecido, incluso el modo se impone al para qué. Cientos de veces nos dejamos llevar por el encantamiento del vendedor y volvemos a nuestras casas con objetos inútiles y obsoletos. Y acá entran a jugar las destrezas que da la veteranía en la calle y en la noche: el chamuyo, el empleo quirúrgico de los berretines, la capacidad de fabular, el olfato entrenado para tocar la sensibilidad del pasajero (“la ocasión hace al vendedor”), la postura corporal y el tono de voz, y sobre todo los chistes y los gags para provocar una risa colectiva que pueda aumentar las ventas. “Un día estoy vendiendo y hacía poco que me había puesto los dientes, Alfajores triples, alfajores triples… los dientes saltaron y le cayeron encima a una mina —encima con estas piezas postizas parece que tengo una caja de tizas puesta. ´Doña, ¿no me da los dientes?, le digo´. ´Dejame dormir´, me dice. Le digo a la que venía al lado si no me los saca. Lloraba de risa la mina… la gente se reía. Vendí todas las cajas de alfajores, nunca vendí tantos alfajores como ese día”. 

El vendedor como artista que despliega un virtuosismo adquirido en diferentes ambientes: comediante callejero, emprendedor piola, barrabrava, docente, estafador inofensivo. 

berretines de poronga

Pero arriba –y abajo– de los vagones no todo se resuelve por la mano invisible del mercado. A veces hace falta el puño de hierro (o el fierro). El emprendedurismo callejero funciona con tracción a sangre. La fuerza de la labia suele no alcanzar cuando se trata de garantizarse uno mismo las condiciones de posibilidad del negocio. Comer y dejar comer, es decir, lograr acuerdos con otros vendedores, con «la gorra», con los guardias. 

Con los pares se acuerda el trayecto del ramal que se realiza. Su incumplimiento suele derivar en quilombitos (“yo hago de Quilmes a Sarandí, hay algunos que no respetan las paradas”). Más que con la policía, con la cual hay un acuerdo tácito de no bardear. Parte del cuidado del trabajo cotidiano implica regular la cantidad de vendedores, no cualquiera patea el tren aunque para subir no hace falta presentar curriculum vitae ni asistir a entrevistas laborales. Los requisitos suelen ser tres: ser familiar de algún vendedor, ser amigo de algún vendedor o ser poronga y aguantársela. 

Los viejos códigos —tribuneros, callejeros, nocturnos— dejan de funcionar “arriba y abajo” del tren, la convivencia se lacera y expone las fracturas generacionales. “Los pibes de ahora no te dan bola. Yo les decía: ‘un día van a perder, ustedes no saben convivir’. Lo que pasa es que son pibes que están acostumbrados a estar ahí arriba, vos los bajás del tren y se pierden. No saben lo que es ir a tomarse un café con una mujer. Te tiran todos el mismo berretín: ‘yo estuve en cana’. ¿Y qué aprendieron de estar en cana? Hay gente que estuvo en cana y aprendió el respeto. Yo les digo que son aprendiz de pijita con berretines de poronga”.

no tienen chispa para conquistar 

Los viejos maestros de la venta ambulante dicen que “la chispa” necesaria para el negocio se perdió en el abismo generacional. Los recién llegados son hijos de una educación fallida que no transmite la cultura y los códigos que portan los mayores. “No tienen lunfardo, no leyeron nada, yo siempre digo que el que no leyó La Biblia y el Martín Fierro no puede entender la vida. Antes, para subir tenías que venir de saco, corbata, pantalón planchado, zapatitos bien lustrados. Ahora te suben paqueados, en ojotas, en shorcito, deplorable. ¡No sabés la bronca que me da! Yo les digo a los pibes que son como las hemorroides: salen para molestar”.

Las mutaciones en el mundo del laburo informal también contribuyen al ocaso del oficio de vendedor ambulante. Hoy es común que irrumpan familias tentaculares enteras, “lo que pasa es que ahora son todos parientes: el primo, el sobrino, el cuñado. Juegan mucho con la camiseta de la familia y eso a mí no me gusta. Yo llego a traer a todos los pibes míos, a mis sobrinos, mis hermanos, imaginate”. El cualquierismo familiar irrita tanto como el pibismo rapaz, atrevido y “sin conducta”. Si se recurre a las trincheras nostálgicas —de tono tanguero— o se deviene anti es porque los pibes y las familias copan la parada y organizan a sus modos la vida ambulante arriba y abajo del tren. “Mirá que yo viví en una villa eh, soy más villero que el villero, pero la diferencia es que a mí me gusta progresar. Yo tuve todo y lo perdí, pero me gusta progresar”. En la descripción de los viejos vendedores, los novatos se asemejan más a transas que a comerciantes. Acá la moral no corre, es por dinero y punto. El comercio al desnudo —parco, violento y sin envoltorio retórico— muestra no solo el ocaso de la raza de vendedores “ilustrados”, sino también el declive de una forma de vida.

los rajes del oficio

“Busca se le dice al vendedor. Por buscavida: el que sale a ganar la vida”, dice Cachi. El oficio de vendedor ambulante —como otros “rebusques” para ganarse el mango, como todo emprendedurismo lumpen— supone una marginalidad laboral que previamente es marginalidad existencial. Tipos duros —punks sin tachas, crestas, ni camperas de cuero— que le imprimen su estilo vital a los laburos. Trabajos que implican la impronta de vidas marginales, y no existencias amoldadas y programadas por el trabajo. Marginalidad lúcida y no llorona. Realismo sórdido e incuestionable, que percibe que las cosas son como son y que, aunque antes eran mejores, seguirán siendo así en el futuro inmediato —o quizás peores. Prepotencia de trabajo que es antes prepotencia vital necesaria para bancarse escenas pesadas. “Lo que pasa es que yo estoy solari, entonces me organizo el tiempo de laburo. A veces me quedo hasta las ocho de la noche (cuando necesito guita), si no laburo de diez a cinco de la tarde y me rajo. La ventaja que tenés en este laburo es que ves rápido la plata, y lo malo que la administramos para el carajo, ja. En general el busca es así. Como la ves todo los días no la medís, y al otro día andás a los saltos como en medio de un tiroteo pidiendo unos mangos”.