Para leer entre capítulos, o a final de temporada

Como todo producto mainstream y global expandido hacia los hogares, las camas, los smart tvs y las dudosas páginas de visualización y descarga gratuita, las series de televisión han proporcionado un nicho al mercado editorial. Periodistas, investigadores e incluso académicos se han puesto a celebrarlas en casi todos los casos como “el arte preponderante de nuestra era”. ¿Lo conseguimos? ¿Lo culto y lo popular se abrazan, el impulso de la vanguardia quedó en manos del espectador?
El discurso sobre las teleseries prolifera en todo el planeta. Congresos académicos, colecciones de libros, poemas, análisis más o menos sesudos, todos parecen tener algo que decir sobre el entretenimiento hogareño por antonomasia. En los últimos meses, cuatro libros de tono bien diferente han empezado a circular por las librerías argentinas. Teleshakespeare. Las series en serio, de Jorge Carrión, publicado por la editorial española Errata Naturae (hay una edición argentina de Interzona); Hombres fuera de serie, del periodista norteamericano Brett Martin, publicada por Ariel; Seriemania, del argentino Pablo Manzotti, (Reservoir Books), y por otro lado una colección de libros de ensayos específicos sobre algunos grandes hits –The Wire, Breaking Bad, True Detective y Walking Dead, entre otros– que también publicó Errata Naturae, se inscriben dentro de un género que quiere pensar a las series y no solo funcionar como chantaje emotivo para fans. Todos estos libros comparten algunas premisas básicas: las series que se vienen estrenando desde fines de la década del noventa representarían una tercera “época dorada” de la tele, posterior a la de su consolidación técnica en la década del cincuenta y a cierto apogeo como medio de comunicación de masas preponderante en los ochenta. Las series retomarían gran parte de la herencia del canon literario occidental, y llevarían hacia protocolos de consumo audiovisual la lógica de las grandes novelas forjadas al calor del desarrollo de la modernidad –se menciona a Balzac, a Stendhal; también a Dickens–, a través de formas de consumo deudoras del folletín. Para cerrar, según esta doxa compartida, las teleseries poseerían grados de desarrollo y profundidad inusitados, a través de tramas complejas que coronan un retorno de la ficción al centro de la imaginación pública.
De esta manera, la dialéctica entre lo público y lo privado, los modos de representación e interpretación de la coyuntura e incluso el futuro de las industrias culturales podrían leerse en la curiosa borra dejada en el horizonte de significación contemporáneo por las series, este auténtico paco visual para entendidos, que a su vez son espectadores críticos y llenos de compromiso. ¿Cómo sucedió todo esto? Los libros sobre series tienen algunas teorías más.
tetas, boxeo, palabrotas
Hombres fuera de serie es el libro que presta más atención al proceso de producción de las grandes series contemporáneas. Norteamericano, Brett Martin es un periodista que colaboró en revistas como Esquire, GQ, New Yorker y Vanity Fair; también hizo un libro sobre Los Sopranos. Para explicar el florecimiento de las series de alta calidad, su trabajo en principio hace foco en el desarrollo de HBO (Home Box Office), el gran canal de las series, la compañía que empezó intentando vender lo que la gente podía de todos modos tener en forma gratuita –programación televisiva–, le sumó contenidos que no podían verse con tanta facilidad –sexo en su versión picaresca o softporn, boxeo y deportes prepagos, crudeza en el lenguaje– y luego, al darse cuenta de su dependencia de unos estudios de Hollywood que cada vez exigían más e incluso amagaban con establecer sus propias cadenas de TV paga, comenzó con producciones propias.
Para Martin, HBOy su modelo de negocios explican entonces gran parte del desarrollo del “arte preponderante de nuestra era”. Ese modelo debió competir en principio con las videocaseteras y luego con los DVDs, y ganó. Hoy enfrenta a la piratería en Internet y aún muestra bastante salud. Lo cierto es que a lo largo de los ochenta y los noventa HBO aún se resistía a producir series guionadas de alto presupuesto. Sin emabrgo, su propuesta de “entretenimiento adulto” con tetas, tiros y humor negro despegó cuando en los noventa sus directivos empezaron a descubrir que la complejidad en los productos otorgaba reconocimiento cultural y legitimidad.
Es que el crecimiento de las series yanquis tuvo una dialéctica particular con los dispositivos de comercialización y exhibición. A lo largo del tiempo, el sistema incorporó el modelo de streaming y estrenos de temporadas completas de Netflix; y, de hecho, las series de calidad colaboraron también a redefinir el perfil de señales de cable como FX y AMC.Pero Martin destaca que la gran transformación, la “edad de oro”, no se debe solo a la razón empresaria, sino a una coyuntura donde el “valor cultural” operó como un diferencial decisivo: las series aportaban a la construcción de marca, poseían un valor insustancial no cuantificable en términos de audiencia. Esto permitió libertad con respecto a la pauta publicitaria. Y se sumó a cierta transformación social vinculada a una nueva cultura hogareña de la cual las series son síntoma y al mismo tiempo fijador. Las telecomunicaciones digitales lograron que las actividades dentro y fuera de casa pasen a poseer un nuevo sustrato común, la Internet, donde las interacciones de calidad ya no necesitan estar localizadas en espacios públicos. Ir al cine se volvió caro, incómodo y demasiado exigente por la calidad recibida a cambio.
Casi sin querer, la dinámica empresarial dejó entonces huecos para que guionistas y directores que admiraban la alta literatura y al cine de la década del setenta –con Scorsese, Coppola y Kubrick como modelo–, pero con amplia experiencia en el medio, pudieran tirar un manotazo hacia el cielo, presentar sus proyectos, hacerse de presupuesto y explorar modelos narrativos y temáticas sin que en principio se les pidiesen mínimos de audiencia demasiado estrictos. Brett Martin explora la gestación de este singular tipo de milagro, y retrata los modales y las estrategias de trabajo a través de los cuales los showrunners de más éxito, desde el autócrata y generoso Vince Gillian (The Wire) hasta el trepador y obsesivo Matt Weiner (Mad Men), tratan a su tropa de productores y guionistas siempre reunidos en torno a montañas de alimento.
tony soprano y la teoría de las cuerdas
Sin spoilers y lleno de información contextual, con un generoso glosario pero sin por eso subestimar a sus lectores, Seriemania se concentra en pensar a las series como productos de consumo hogareño. La suya es una perspectiva hecha para el consumidor no experto: de hecho, la tapa del libro aclara que se trata de una “guía para elegir tu próxima serie favorita”. En este contexto su autor relaciona a las series con el cine contemporáneo, destaca episodios, confecciona fichas e historiza con precisión, arriesgando incluso hipótesis sobre el devenir de algunos géneros. Pero aquellos rasgos interpretativos que en Seriemania aparecen apenas bocetados como un condimento ocupan un lugar central en Teleshakespeare.
El libro de Carrión cuenta de dos partes, una primera con un ensayo donde se intenta interpretar el estatuto de las teleficciones en la vida contemporánea, y luego una serie de textos que abordan serie por serie. De acuerdo a su lectura, atravesamos un período manierista de las teleseries, donde las mismas reescriben a sus antecesoras en un registro que estiliza y lleva hacia el barroco algunas de sus características: Espartaco con respecto a Roma, Mad Men con respecto a Los Soprano, House of Cards con respecto a The west wing, Fringe con respecto a Los Expedientes X, etcétera. Agudo y sugestivo, el autor de Teleshakespeare va a engrosar su maquinaria de lectura señalando, por ejemplo, que Six Feet Under elabora el duelo por la adicción y la pérdida implícita en la temporalidad propia del acto de consumo de la serie; que Breaking Bad grafica el tránsito desde el candor de McGyver hacia el cinismo anarquista del presente, que Dexter es la serie que mejor trabaja el desdoblamiento del espectador que exigen los protocolos narrativos de las teleseries; también hará foco en la anticipación del bioterrorismo efectuada en Fringe, y resaltará la reflexión de Mad Men sobre la propia televisión.
Por eso Teleshakespeare mismo puede ser leído como una serie con un largo capítulo piloto, que luego se despliega en episodios sucesivos donde los conceptos teóricos hacen las veces de personajes que mutan a lo largo del arco argumental. A la hora de leer tendencias estéticas, la idea que Carrión despliega es que en realidad los mejores capítulos de cada serie son los peores: agregan una perspectiva nueva unida a un modo de narrar inesperado. Así, Carrión destaca una división entre dos géneros predominantes, además de los de siempre: el realismo hiperbólico y la ciencia ficción postapocalíptica. El primero estaría cabalmente representado por The Wire, y el segundo por Fringe o Battlestar Gallactica. Para el autor español, las series se encontrarían en sintonía con los umbrales epistemológicos de nuestra era: “ficciones cuánticas”, sustentadas en la posibilidad de multiversos o universos paralelos, que pueden devenir “ficciones transmedia”, visuales y digitales, con capacidad de ampliarse hacia otras superficies, atravesar formatos y construir realidades paralelas más allá de la ficción, en una suerte de post posmodernidad. Además de los paradigmas de la física, para Carrión las series expresarían las oscilaciones de una sociedad mestiza, en permanente movimiento e hibridación, donde las contradicciones de la sociedad norteamericana, el (eterno) final del american dream y su coyuntura política serían abordados con maestría.
Todo esto se marchita cuando la cuestión para desarrollar son las experiencias de consumo. En las antípodas del “que se joda el espectador medio” de David Simon –creador de The Wire y autor de un precioso ensayo en el libro de Errata Naturae sobre la serie–, Carrión, empapado de las teorías de la estética relacional, va a deslizar un rosario de impresiones condescendientes que valoran a un supuesto “espectador crítico y creador” cuya gracia se despliega en foros y redes sociales. Así, llegará a afirmar que incluso puede haber una trascendencia en base al zapping. Para Carrión, las series expresan una “nueva sentimentalidad” en la cual no se ahonda, porque, en última instancia son representantes de “un cosmopolitismo pop y un nomadismo estético” de una clase media planetaria capaz al mismo tiempo de disfrutar el costado trash de la cultura popular y el virtuosismo del alto modernismo.
yendo de la cama al streaming
El proceso productivo de las series sería imposible sin una alta colaboración entre el showrunner –guionista principal, creador y responsable de la serie, jefe de directores, productores y guionistas, su equipo de guionistas –benditos con la eterna condena de tener que imitar, sin traicionar su propia voz, a la voz del showrunner– y los actores y productores. Al mismo tiempo, el florecimiento de la industria sería imposible sin audiencias súper fragmentadas, capaces de degustar las torsiones en los distintos géneros y la habilidad narrativa desplegada en cada teleficción. Pero como la libertad absoluta se parece demasiado a una cárcel, existen también reglas. Las “Biblias” que necesita cada serie, una especie de decálogo para aquellos que urden las narraciones, poseen un corazón común que muchas veces atraviesa a las temáticas y a las estéticas, a los géneros y a las propuestas. Se trata de un núcleo donde debe existir un personaje principal complejo y ambivalente, con un monstruo interior, miserias que luchen contra sus instintos más nobles. En el plano político, las series deben desconfiar de las instituciones, de cualquier tipo que sean. La serie estará obligada a construir el anverso del sueño americano, la pérdida que implica toda vocación de poder, utilizará a la familia como metonimia de una sociedad enferma. Un lamento perverso por la imposibilidad de realización del sueño americano; desde luego, nada que el siglo XX no haya hecho. ¿Cómo hacer para que este combo no se vuelva previsible?
Ante estos límites, a las series no les ha llegado todavía su Georgy Lukacs, gran crítico marxista del realismo decimonónico, sino más bien un coro de comentadores levemente inocuos, en gran parte de los casos, agradecidos y fascinados. Quizás se trate de un primer paso. Esto no significa que no existan textos valiosos, como el publicado por Margaret Talbot en el libro sobre The Wire, y también pueden leerse proyectos culturales a partir de los modos en que se organizan las lecturas. Mientras, la ambición para las series contemporáneas parece ser en general la misma que albergó la novela moderna en sus versiones menos autistas, esto es, una interferencia en las condiciones de la imaginación pública que genere al mismo tiempo alteraciones en la percepción y resulte incómoda para el poder. El destino de las series puede llegar al tipo de lector que se construye poco a poco y en tensión con las propuestas de la gran industria.
Hace un tiempo, el escritor español Vicente Luis Mora redactó una poderosa entrada en su blog donde en primer lugar reconstruía la convergencia histórica entre medios de reproducción y negocio que dieron lugar al surgimiento de las series y su instalación en tanto “arte”, y en segundo lugar diferenciaba la misión artística de la literatura con respecto a la misión opiácea de las series, identificadas con el “storytelling” antes que con la complejidad, con lo colectivo mercantilizado antes que con la libertad y el genio individual. El problema de este tipo de argumentos es que, al subordinar lo literario a cierta “calidad” dada por su “nivel artístico”, termina fetichizando a la literatura en un lugar de inmovilismo con efectos dilatados, mientras que equipara a casi todas las series más allá de su factura. Lo cierto es que, una vez más, las herramientas de la crítica literaria terminan absorbiendo a un corpus interpretativo que las series parecen no necesitar, y que si se produce no posee una especificidad lo suficientemente potente. Mora destaca también la pasividad del fandom propio de las series, y sobre este argumento vale la pena extenderse.
Sucede que en una visión negativa, el nuevo fandom propio de las series viene a sostener el consenso de una nueva derecha cínica que, incapaz de sostener su pragmatismo en el mundo real por cuestiones de corrección política, lo proyecta hacia un mundo de ficción. En su versión optimista, el fan es un sujeto crítico y recreador, exigente y capaz de desarrollar una subjetividad por fuera del discurso de los poderosos y sus instituciones. Dice Carrión: “a la convergencia y la cooperación hay que sumarles la ambición extrema, la búsqueda constante del otro y la tensión que solo garantiza la utopía”. Su corolario sería una red de comunidades polimórficas en permanente mutación donde esos laboratorios de experimentación sobre la variabilidad de lo humano que son las series tornearían el alma colectiva preparándola, quizás, para la emancipación. Mientras tanto, lo que encontramos son largos senderos desde la cama al streaming junto con la vigencia de ciertas preguntas que se hacía el formalismo ruso: ¿Cuándo se agota un género? ¿Puede la ambivalencia hastiar al espectador? ¿Son las teleseries, definitivamente, el ocaso de aquella antigua idea sobre una vanguardia capaz de iluminar? ¿Tiene la literatura algo que aportar o debe permanecer como un producto subsidiario?